jueves, 3 de noviembre de 2011

Hoy no escribiré


           Hoy no pienso escribir.
           Hoy está lloviendo. Hoy son lágrimas de antiguos dioses buenos resbalando, como con piedad cáustica, sobre el vidrio de mi ventana. Del otro lado del cristal helado, de adentro, mi nariz y mi frente se apoyan contra su propia  imagen, y mi respiración se condensa haciendo  latir un halo empañado, opaco.
           Miro hacia el piso y retiro del zócalo un fósforo apagado, testigo de quién sabe qué cigarrillo fumado estos últimos días, y dibujo con la punta sana sobre la superficie húmeda del ovalo de mi aliento cuajado. Fumado con ella. El símbolo de la paz me sale bien, pero el otro dibujito, el corazón, no. El corazón me sale torcido, arrugado. Como lastimado me sale. Marchito.
           Al borrarlo con el dorso de la mano, una pareja pasa caminando por la vereda de enfrente. Abrazados, parece como si estuvieran deslizándose sin tocar el piso, bajo la intimidad de un paraguas colorido, pero que yo veo negro. Los envidio. Tontamente. Instantáneamente. Y me sumerjo en los recuerdos buscando un desquite. Sí, aparecen. Aparecen muchos, pero fugaces, evitativos. La añoranza se los devora rápido, y solo me quedo con ella instalada en el alma. Los versos de “Canción de Otoño”, de Paul Verlaine me resuenan, abatidos:
          “Les sanglots longs des violons de l’ automne,
           blessent mon coeur d´une langueur monotone” (1)
           Y se quedan en mi espíritu. Repetitivos. Reiterativos. Señores de mi ánimo.
           Suena el celular. Mensaje. Leo: Cómo andas hermano? Contáme. Es Bernardo, mi amigo del alma, mi copiloto de tantas aventuras, de tanta vida. Incluso de tanta pérdida de tiempo. Qué tal la vida por allí? Qué buena la foto! Qué bonita que es, animal! Con razón! Llamáme! Respondo. Bien. Al pelo, mañana.
           Afuera llueve ahora más fuerte. Insulta sin hacer ruido. El color gris de la tarde se traga los sonidos. Los susurros. Los otros colores. Hasta las ganas se traga, pienso. Veo todo así, gris, mustio. Las luces de la plaza que adivino más allá, detrás de las rejas de la calle Urquiza, cerca de los kioscos de libros, parecen –me parecen– lumbreras tétricas. Salta ¿La linda? bosteza silenciosa, dejándose arrastrar hacia la noche, frágil, pastosa, sin esforzarse para oponerle  resistencia al tiempo.
           Rosario… ¿La llamo? No. Ayer fue el último día. Los dos lo supimos. Nos dijimos adiós ¿Sí?... ¿Fue así?... ¿Fue real qué...? Sí.
           Camino descalzo hasta la cocina, enciendo un cigarrillo y me preparo un Dolca.            
           No. Hoy no voy a escribir.      

 (1) Los largos sollozos de los violines del otoño lastiman mi corazón con una languidez monótona.    

Por: Andrés P.       

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